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Pepe Heras.
Óxidos y Vallisoletanías

Hasta siempre, Pepe Heras

«Si la iglesia estaba repleta era porque el cadáver a los pies del altar era de la persona que tantas veces estuvo al otro lado»

José F. Peláez

Valladolid

Viernes, 6 de junio 2025, 06:47

Yo estaba en el medio de la plaza de El Salvador, escuchando con atención el inquietante sonido de la nada. Por un momento pensé que aquello era absurdo, que si vas a un funeral es para escuchar al sacerdote y que, más allá de la buena intención, no tiene demasiado sentido formar parte de una celebración religiosa de la que no eres capaz de escuchar una sola palabra. Pero la realidad es que todos los presentes en esa plaza estaban igual que yo y allí nadie se quejaba, así que simplemente me callé, bajé la cabeza, asumí que el rito trasciende las palabras y estuve en silencio tres cuartos de hora, imaginando el funeral que no era capaz de ver. Si la plaza estaba llena era, por supuesto, porque la iglesia se encontraba más llena todavía. Y si la iglesia estaba repleta era porque el cadáver que descansaba a los pies del altar era de la persona que tantas veces estuvo del otro lado, dando consuelo a las familias que habían perdido a un familiar. Es decir, Pepe Heras.

Yo estaba allí porque lo apreciaba, aún sin conocerle. Nos habíamos cruzado muchas veces por la calle, pero nunca habíamos entablado conversación, la verdad es que nadie nos había presentado y ya saben, por no molestar, por timidez y, qué sé yo, cosas de primero de pucelanismo sobre las que no voy a abundar delante de ustedes, por innecesario. Las únicas palabras que intercambiamos en vida fueron las que ya se pueden suponer:

—«El cuerpo de Cristo»

—«Amén»

Una vez muerto, intercambiamos algunas palabras más, ese tipo de palabras tontas que a todos nos salen de modo instintivo cuando despedimos a las buenas personas. No vale un «hasta luego», un «nos vemos» o un «buena suerte, Pepe, da recuerdos a Velázquez y a Delibes». Porque yo la llegada al cielo me la imagino así, a Unamuno, a Larra y a Goya haciendo un pasillo junto a mis abuelos y aplaudiéndome en una ovación cerrada, como si hubiera ganado la Champions y me quisieran dar la bienvenida a la sala de trofeos diciendo cosas como: «José, te estábamos esperando, enhorabuena, de verdad, madre mía las gilipolleces que has tenido que aguantar». La llegada al infierno la imagino como algo similar, pero con gente hablando muy alto en el punto más cálido de una tarde de julio. Pero ese es otro tema. Lo que quiero decir es que yo estaba en el funeral de Pepe por respeto. Pero, sobre todo, porque mi hija me lo pidió. Ese viernes ella no fue a inglés, sentía que era más importante despedir a Pepe así que, en una valoración rápida de la situación, estimamos que en su vida habría miles de clases de inglés más, pero ninguna otra oportunidad para que una niña despidiera al sacerdote que le dio la Primera Comunión y que le enseñó el mensaje de Jesús.

Creo que da igual lo que hagamos en casa. Supongo que vivir en un entorno creyente puede ayudar a que los niños vean la religión con un sesgo favorable, pero la fe es un don –aunque en realidad el don es la gracia— y, desde luego, no es algo que se herede, como si fuera la diabetes o la casa del pueblo. Sin embargo, los primeros contactos de una persona con un sacerdote son decisivos. Nada tan potente como un mal cura para destrozar el sendero de un niño. Y, a la inversa, nada tan imparable como un buen cura para desbrozar ese mismo camino y convertirlo en una autopista hacia el amor, la misericordia y el perdón. Un niño que crece sintiéndose querido por sus padres genera una autoestima estructural, la autoestima se convierte en optimismo ante la vida y el optimismo en alegría. Y la alegría en felicidad, y la felicidad de nuevo en amor, cerrando así el círculo y devolviendo al mundo aquello que el mundo te ha dado. Pero un niño que crece sintiéndose profundamente querido por Dios es otro nivel, una bomba de relojería, una máquina de hacer el bien y una presencia sagrada que va dando pelotazos por el parque y comiéndose los bocadillos de chorizo de Campaspero de tres en tres. Cerrando el silogismo, un buen cura es el mayor amplificador posible de bonhomía.

Y Pepe fue el mejor de todos. Yo no he visto a nadie con esa capacidad para hacerse con la atención y con el cariño de los más pequeños. Si acaso, Fofó. O un iPad. Las misas de Pepe en El Salvador eran una maravilla pastoral, algo que sobrepasaba la liturgia para convertirse en una celebración comunitaria. Me consta por amigos comunes que su capacidad sobrepasaba lo infantil. Y no me cabe duda, pero con quien yo estaba en el medio de aquella plaza silente era con mi hija y con mi sobrina, que seguían de pie junto a cientos de personas mientras recordábamos a Pepe. Sin más detalle, todo terminó con una procesión de religiosos y de familiares y con un aplauso espontáneo e interminable que rompió el silencio de la iglesia y de la plaza para decir adiós para siempre en el idioma roto de los humanos.

Me dio entonces por pensar en la presencia que los creyentes tenemos en la conversación pública. La verdad es que yo llevaba años con el nombre 'Pepe' en la agenda de temas sobre los que escribir, pensando en su importancia en Valladolid, en su decisiva presencia, en que, sin duda, merecía un texto mucho más que cualquier político. Pero se me fue el tiempo. Y ya fallecido, no supe cómo hablar de su legado, de su carisma y de la extraordinaria misión que cumplió. Por un motivo o por otro, nunca terminaba de escribir ese texto, supongo que hacemos virguerías para no hablar de la Verdad. Pero hace unos días, un familiar de Pepe, enterado de mi presencia en el funeral, me lo agradeció y me comentó que, cuando fueron a recoger su despacho, se encontraron allí un ejemplar de 'Vallisoletanías'. Vaya. Yo pensaba que él no me conocía a mí y él pensaba que yo no le conocía a él, mientras nos cruzábamos cada día por Teresa Gil. La vida es la historia de dos desconocidos que se conocen mejor de lo que pensaban. Me despido a la vez que me presento. Por mi parte, ha sido un placer. Y ahora que sé que me lees, permíteme que te de las gracias en el nombre de todos los niños a los que has dado el inmenso regalo de crecer sintiéndose queridos por Dios. Descansa en paz, padre Pepe.

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